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La magia de encender una tableta en medio del desierto

Última actualización: 02 de abril de 2018

El programa Computadores para Educar ha beneficiado a 9.500 alumnos de todo el país.

Última actualización: 02 de abril de 2018

Publicado en EL TIEMPO

El pequeño Rafael Uriana entra presuroso al salón de la profe Lida Rodríguez. Es una mañana de febrero de 2018 y afuera de la escuela el sol ya está dando la cara y se siente en cada rincón como una bofetada. La maestra intenta poner orden a los 27 chiquillos de su clase. Niños wayuu que cursan desde preescolar hasta segundo de primaria y que ahora, dichosos, se preparan para recibir su primera clase con una tableta.

La escena transcurre en el Centro Etnoeducativo No. 12, que se levanta entre paredes de tierra y ladrillo en la ranchería El Estero, en las afueras de Riohacha, y que habitan unas 80 personas, todas ellas de los clanes Ipuana y Epinayú, que aprendieron a resolver la vida entre la fiereza de los vientos del desierto, el salitre y la rudeza del paisaje.

A Rafael eso parece no importarle. Llegó al salón de la profe Lida dispuesto a enseñar lo que él, a sus 12 años, aprendió sin mucho esfuerzo, luego de que unos “señores de Bogotá” arribaran a su lejana ranchería para instalar 4 paneles solares y entregar 30 tabletas de última tecnología.

El asunto le resultó fácil: Rafael reunió a los pequeños de la maestra Lida a su alrededor y comenzó a explicarles cómo utilizar una tableta para sacar fotos, para hacer videos, para aprender las letras y los colores. Ese día, para esos niños, sería la primera vez de varias cosas: de tener un aparato digital entre las manos, de verse dibujados en una pantalla, de entender que la vida a veces puede ser muy práctica así no cuentes con agua saliendo de un grifo en tu casa.

Antes de eso, lo poco que Rafael sabía sobre computadores se reducía a las imágenes que su profesor, Juan Carlos Epinayú, delineaba con esmero en el tablero de la escuela. Algunas imágenes mostraban qué eran Windows; otras, cómo se veía una hoja de Word; y otras más retrataban cómo era un mouse o el mismísimo computador. 

Lo que venía después, con ese surreal método de enseñanza, dependía más del azar que de las buenas intenciones de cualquier maestro: aguardar a que algún ‘arijuna’ llevara consigo un computador a la ranchería o que tal vez los niños vieran alguno en sus escasas visitas a Riohacha. 

Lo sabe bien el profe Juan Carlos, un joven de ojos mansos y voz hospitalaria que a diario se las ingenia para enseñarles a 45 niños de esta institución educativa sobre lenguaje, matemáticas y ciencias. Rafael es uno de sus alumnos y, ahora, uno de los más aventajados en informática. Porque el día en que los “señores de Bogotá” llegaron a la ranchería fue el más entusiasta preguntando una y otra vez por el funcionamiento de las tabletas. Fue todo un ‘maestro’ de la curiosidad.

Aquello ocurrió en noviembre del año pasado. Ese día, el Ministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones (MinTic) y su programa Computadores para Educar llegaron hasta El Estero. La meta era dejar en manos del profe Juan Carlos treinta tabletas dotadas con aplicaciones y contenidos educativos preinstalados, adecuados para cada grado, que no requieren conexión a internet y que facilitan y modernizan la enseñanza en regiones tan apartadas como esta. Pero sucede que en El Estero sus habitantes no cuentan con servicio de energía y en esas condiciones resultaba imposible el uso de los equipos.

[La magia de encender una tableta en medio del desierto]

Cifras que se suman al esfuerzo de entregar en los últimos ocho años, cerca de 2.100.000 equipos en instituciones públicas de todos los municipios del país.

Foto: 

Lucy Lorena Libreros

Enterado de esa dificultad, Computadores para Educar hizo lo que en otros nueve departamentos del país. Llevar energía a las instituciones educativas a través de páneles solares. En la ranchería El Estero instalaron cuatro y desde entonces –confiesa el profe Juan Carlos– nada volvió a ser igual en la vida de sus alumnos. 
Casi cinco meses después, el maestro revive la historia justamente desde esa ranchería. Su voz se escucha al otro lado de la línea, interrumpida a veces por los vientos del desierto.

Cuenta que la llegada de la energía solar es poco lo que utiliza su tablero. “Es que con esas tabletas los niños pueden hasta aprender a sumar. Es una manera divertida de aprender porque la aplicación de matemáticas, por ejemplo, es interactiva y pedagógica y eso a los niños los engancha mucho más que uno pararse a hablar y hablar o que ellos llenen cuadernos. Y es una manera de que niños indígenas se acerquen a la tecnología, algo a lo que poco se tiene acceso en regiones apartadas”.

Es que con esas tabletas los niños pueden hasta aprender a sumar

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A 300 kilómetros de allí, en Magdalena, Javier Ramírez Brito también habla de esa magia de enseñar con ayuda de la tecnología. El hombre se gana la vida como rector de la Institución Etnoeducativa Distrital Zalemaku Sertuga, ubicada en el corazón de la Sierra Nevada, a casi cinco horas (dos de ellas caminando) desde Santa Marta. Una zona habitada por indígenas Kogui, Malaya y Arhuaco que no saben qué es eso de encender bombillos cuando cae la noche.

Desde que se asentaron en este lugar nunca les ha llegado el servicio de electricidad.
La instalación de tres páneles solares hace posible que los 27 niños de la comunidad puedan aprovechar una veintena de tabletas con las que no solo aprenden las asignaturas formales de la educación. Con ellas registran también las actividades diarias del resguardo para preservar sus tradiciones. 

Los niños graban videos de las faenas de siembra, de la fabricación de artesanías, de sus danzas, de la preparación de sus comidas, de las historias de sus mayores. Muchos de esos registros los hacen en su lengua nativa, la wiwa arzario. 

Es que todos entendieron que, más que una amenaza, la tecnología puede ponerse al servicio de su cultura. Lo propio hacen los alumnos del Centro Educativo Indígena Awa El Verde, localizado en Tumaco, Nariño, una de las zonas del país más azotadas por el conflicto armado. Cincuenta estudiantes de preescolar y primaria disfrutan ahora de tres páneles solares, de 750 vatios cada uno, con los cuales han podido sacar mejor provecho de los computadores y tabletas con los que fue dotada esta institución educativa. 

O lo que hacen los 185 estudiantes del Colegio San Pedro Claver en la lejana vereda de Guineal, en el Chocó. Nicolás Andrade, un curtido profesor que cree ciegamente en el valor de la educación pública, intenta explicar cómo hallar esta zona en el mapa. 

Para llegar hasta su pueblo, habitando por unas 300 personas que aprendieron desde hace décadas a vivir en el vértigo de la pobreza, es necesario arribar primero a Quibdó, donde se aborda una aeronave que aterriza luego en Pizarro, cabecera municipal del municipio Bajo Baudó, a orillas del mar Pacífico. Ya en Pizarro es necesario tomar una lancha que puede tardar entre una y tres horas para arribar a ese tranquilo pueblo de pescadores y campesinos sembradores de arroz, maíz, papa china, yuca y plátano que es Guineal. 

Los dos páneles solares que se levantan a pocos pasos del colegio, donde Nicolás es rector, sirven para aprovechar al máximo los cinco computadores con los que cuenta y que los alumnos se esmeran en preservar del aire denso y húmedo, y de las lluvias perpetuas que lavan diariamente los cielos de esta región del Pacífico norte. Otras veces, la energía les alcanza para encender la fotocopiadora, el video beam y los televisores con los que los docentes intentan hacer sus clases más entretenidas. 

Hasta ahora, unos 9500 estudiantes se han beneficiado con la instalación de 311 soluciones fotovoltaicas, como se les conoce técnicamente a los páneles solares, en los departamentos de Amazonas, Cesar, Chocó, Vaupés, Guainía, Vichada, Putumayo, Nariño, Magdalena y La Guajira. Cifras que se suman al esfuerzo de entregar en los últimos ocho años, cerca de 2.100.000 equipos en instituciones públicas de todos los municipios del país.

[La magia de encender una tableta en medio del desierto]

La instalación de tres páneles solares hace posible que los 27 niños de la comunidad puedan aprovechar una veintena de tabletas.

Foto: 

Lucy Lorena Libreros

En casi todos los casos, la labor ha sido la misma. Quien lo explica es Mábel Sánchez, profesional social de CompuSolar, entidad encargada de la instalación de los páneles. Al llegar a cada institución educativa, dice, se hace un estudio del suelo y el clima del lugar. Y según ello, se instalan los páneles solares que pueden ser de 500, 750 o 1000 vatios de potencia, y que se cargan de energía según la irradiación natural que traiga consigo cada día. 

Mabel, que ha visto muchas veces los rostros emocionados de los estudiantes, narra que cada pánel se instala durante un día entero sobre “un poste que se entierra a tres metros bajo tierra; luego se hace el cableado hasta uno de los salones, en el que se instala un cajón de mediano tamaño con un tablero de control que aloja la batería que se carga con la energía que absorban los páneles”. 

El profe Juan Carlos asegura que los cuatro páneles de su escuela en La Guajira permanecen todo el día con carga gracias a las altas temperaturas que golpean esta esquina de Colombia. Porque la gran paradoja de esta ranchería es que la crudeza del clima ha facilitado la creación de iniciativas pedagógicas como ‘EtnoTIC’, que permite que los alumnos del Centro Etnoeducativo No. 12 puedan mostrar frente a compañeros, padres de familia y vecinos sus habilidades en el manejo de las nuevas tecnologías.

Al otro lado de la línea, el profe sigue hablando de proyectos educativos para sus muchachos. Sabe que cada vez que entra al salón de clases no solo sostiene una tableta para dictar clases, sino la esperanza misma de todos sus alumnos. Qué importa que vivas con tantas carencias, repite Juan Carlos. “Cuando todos nos esforzamos en que un niño aprenda, es posible hacer cosas que parecen imposibles: como encender una tabla en la mitad del desierto”.

LUCY LORENA LIBREROS
Periodista cultural

La magia de encender una tableta en medio del desierto

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